sábado, 27 de octubre de 2012

DEL AROMA A LA DIGNIDAD DEL HOMBRE

Nunca insistiremos suficientemente que del mismo modo que los sentidos son la puerta, no sólo al mundo, sino también a nuestra razón, el camino obligado; la experiencia, o mejor, la vivencia gastronómica es el recorrido necesario hacia la mal llamada especulación filosófica.

De entre nuestros sentidos, todos, los que ponemos al servicio de nuestra pasión por el buen yantar, es especialmente curioso el olfato. Dicen que como consecuencia de ser el de desarrollo más antiguo en nuestra evolución, tenemos un poco olvidado su uso, o más bien mal entrenado, esforzada la naturaleza en desarrollar, hasta extremos notables nuestro sentido de la vista. Diríamos que por mucho mirar se nos ha olvidado oler. Y es bien sabido que hay muchos que comen con los ojos, o por la vista, y luego nos dejan los platos llenos. Podríamos acudir a la ciencia para que nos mostrase, hasta qué punto nuestra creencia en que el sentido fundamental gastronómico es el gusto, es equivocada. Puesto que, gustar, propiamente gustar, gustamos poco, y básicamente lo que gustamos, en realidad lo estamos oliendo. Los sabores que creemos descubrir son en realidad los aromas que nuestro sentido del olfato capta, pero a través de un orificio de entrada distinto del que suponemos propio.

Hagamos un ejercicio práctico. Antes de nada librémonos de nuestros pesares, quizá con más energía de nuestras alegrías, porque vamos a procurar concentrarnos. No se trata de que tengamos que alcanzar ahora el nirvana, pero sí un cierto estado de quietud mental, incluso sentimental, para tratar de poner lo menos posible de nuestro ánimo en esta experiencia. Tomemos la copa de vino y acerquémosla a nuestra nariz con unos ligeros movimientos de la muñeca para que se desprendan los aromas. Aspiremos con cierta profundidad, sin exageraciones, y tratemos de analizar lo que sentimos. No vamos a hacer ahora una ficha de carta, no se preocupe el respetable. Ni siquiera vamos a pedir que identifiquemos nada. Sólo, intentemos usar el olfato. Difícil; difícil distinguir con claridad; hay muchos olores distintos, confundidos, o que nos cuesta separar. Ahora, demos un sorbo, mantengamos el líquido en la boca, movamos despacio la lengua y, en fin, pongamos el mismo interés que antes, para comprobar que hay más sabores escondidos, que simplemente lo salado, dulce, amargo, ácido y umami. Y que gustando muchos en este buen caldo, precisamente excepto el ácido, los demás casi ni los notamos. Sorpresa que nos costase tanto distinguir olores, sea gracias al olfato que podamos encontrar tantos sabores, y propios del gusto, casi solo uno.

Debemos apuntar aquí algo acerca de la acidez del vino, porque es una de sus características más importantes. La acidez garantiza en un vino la posibilidad de su equilibrio y de su conservación. La acidez proviene, por un lado de la uva, y por otro de la fermentación del mosto. La presencia de los acidos orgánicos de la uva se verá modificada, aumentada o disminuida, por la fermentación. La naturalmente más influyente suele ser la fermentación maloláctica. La transformación del ácido málico en láctico supone una reducción de la acidez total del vino y un aumento de su estabilidad biológica. El equilibrio de un vino depende del grado de acidez y sin aquel es prácticamente imposible reconocer los otros sabores.

Toda la retahíla que quisiera el más experto catador describirnos de este vino lo sería por acción del sentido del olfato y no tanto del gusto. Tengamos en cuenta que la sensibilidad del olfato es 10.000 veces superior a la del gusto; que si podemos discutir si son cinco, seis o siete los sabores (¿umami?[1]), la discusión con el olfato sería imposible porque hay infinitos aromas.

Pues bien, no se nos escapa que la acidez de este vino viene marcada no tanto por él mismo, como por el pH de mi saliva en la lengua. Y que todos los complejos aromas que podamos descubrir dependen de mi propia experiencia de ellos, pues son imposibles de reconocer si antes no fueron conocidos. En fin, la ciencia ya nos ha mostrado que percibir, sentir y reconocer el aroma, ese percepto, es una construcción del sujeto. Y ahora comprendemos aquí a don Miguel, don Miguel de Unamuno, y su pensar hasta con el tuétano, pues no percibimos simplemente con el olfato o el gusto sino con todo nuestro ser. Inútil nuestra pretensión primera de suspensión mental y sentimental. Percibimos con todo. Encontramos en el vino lo que nosotros ponemos en él; son nuestros aromas, no los de él.

Es un lugar común la comparación del ser humano con el vino; dicen que “el hombre es como el buen vino, mejora con la edad”. Pero yo creo en los tópicos; pienso que hay cierta verdad en ellos. Le sucede a la naturaleza humana lo mismo que al vino, parece que nunca termina de hacerse, que está siempre en evolución. El hombre, más que un ser, parece un llegar a ser; siempre inacabado. Me cuesta por esto aceptar las teorías naturalistas que fundan la dignidad, por poner un caso, en la naturaleza, pues si ésta no es, no veo como pueda merecer. Si la calidad del vino estuviera en su naturaleza, dicha calidad no dependería de su cata. No habría valoraciones. No habría vinos dignos de mención.

La dignidad, la cualidad de digno, referida a un objeto es lo que le hace valioso. Lo valioso, en cambio, lo es en función del juicio de un sujeto. Al hablar de la dignidad humana, de las cualidades que al individuo le hacen digno, merecedor de respeto, encontraremos que no hay demasiadas diferencias con lo que pasa con el aroma en el vino.

Si preguntamos a un enólogo por la calidad de un vino, por más análisis químicos que hiciera, sería del todo imposible que nos diera una respuesta si le privasemos del sentido del olfato. Pues sin aromas no hay calidad que valga, es decir, que pueda apreciarse. Y esos aromas, no olvidemos, los pondría en realidad el enólogo. El aprecio es una actividad subjetiva, y su objeto, la determinación de su calidad, una dignidad que se otorga, que no posee el vino en sí mismo. Y es que toda dignidad es otorgada, o desde el punto de vista de lo digno, recibida. 

El sentido del olfato es al vino lo que el amor al ser humano. El descubrimiento de sus aromas es lo que permite valorarlo y otorgarle dignidad. Decimos: “ha envejecido este vino con dignidad”, o “este vino es digno de estar en las más elegantes mesas”. No diré yo que el amor se sustente o consista en oler al semejante para descubrir en él sus aromas, pero espero que se me haya entendido cuando digo que si conocer un vino pasa por olerlo, conocer a alguien pasa por amarle. 

En la medida que amamos dignificamos; en la medida que olemos valoramos. Si los hombres de carne y hueso de D. Miguel, tuvieran la dignidad por el hecho de ser hombres, correspondiendo a su naturaleza; si todo ser humano por serlo fuese digno; ningún ser humano sería probado. Véase que aunque la calidad del vino se de en sus características organolépticas, éstas no son posibles, o no son nada, sin la cata. Nótese, del mismo modo, que la dignidad aunque se sostenga en las cualidades del individuo, o en su mismísima naturaleza, debe ser otorgada por el otro. Ejemplo claro de que la dignidad es otorgada, la “doctoral académica”, de la que se inviste al estudioso en las Universidades; o más alta aún la dignidad Papal, que es entregada por el Espíritu con ocasión de la elección del Cónclave Cardenalicio. No es cuestión de que se merezca o no, es cuestión de que se le otorga tal dignidad. Y se mantiene en tanto que los alumnos al Doctor, como los fieles al Papa, reconocen dicho merecimiento de respeto, y cuando no se lo tienen, decae la dignidad. Pero el caso claro de dignificación del ser humano lo hace la madre, el hijo o el esposo, que al margen de cualquier otra consideración y de modo totalmente incondicionado, entregan su amor al hijo, a la madre o a la esposa, a quien hacen merecedor de respeto, objeto de su amor, hasta su propìa humillación, que en realidad no lo es. ¿Hay trato más digno o más respetuoso que el que se da a quien, no valiéndose por sí mismo, se le limpian sus inmundicias? 

No hay dignidad sin un otro, que muestre el respeto debido. Los aromas del buen vino no son nada sin el aprecio del bebedor. Quieren ver los filósofos la dignidad inherente al ser humano en su libertad o en su racionalidad, o en su ser persona, y parecen no pararse algunos de ellos a considerar que la dignidad, como todo, es un vacío sin el otro. Que el vino es para beberlo y el ser humano para amarle, y así otorgamos dignidad al uno y al otro.

Dicho lo cual, levanto mi copa y pido a todos que bebamos y amemos.
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[1] Umami: Es uno de los cinco sabores del gusto. A los clásicos del salado, dulce, amargo, y ácido, se une el umami. La palabra podría traducirse por gustoso. Este sabor, está presente en alimentos ricos en glutamato monosódico, asimilable al sabor de la carne. Su catalogación se debe al Profesor Kikunae Ikeda de la Tokyo Imperial University, en 1908.

©Óscar Fernández

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